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Habiendo mencionado de ellos una lista —dígase, tan sólo una muestra— de aquellos que triunfaron debido a su fe, dice que ellos son una “grande nube de testigos”, es decir, como si ellos, habiendo ya llegado a la meta, estuvieran observando a los que aún están en la pista, y diciéndoles con su ejemplo, que sí es posible ser vencedores. No obstante, el pecado es lo que impide correr a cualquiera de estos protagonistas, y no sólo el pecado en sí, sino “todo peso”, pues el cristiano debe vivir una vida libre de afanes y preocupaciones (Mt 6:25; Fil 4:6).
Dice que la carrera de la fe debe correrse con paciencia; y la paciencia, siendo una de las expresiones del fruto del Espíritu (Gá 5:22), es indispensable para llegar hasta el final. Para ello, el máximo ejemplo de todos es Jesús mismo. Él fue quien creó el modelo de fe y quien lo llevó hasta su grado más alto; fue quien corrió con paciencia su carrera; y no sólo con paciencia, sino con gozo, al tener siempre presente el fin maravilloso que vería después. De esta manera, Cristo fue capaz de sufrir la cruz, “menospreciando el oprobio”, es decir, no tomó en cuenta la afrenta, la ignominia y la vergüenza que la cruz significaba. No obstante, logró el fin de su fe, esto es, sentarse a la diestra de Dios, y desde ahí, ver que su cruz ha llevado a muchos hijos a la gloria (Heb 2:10).
Cristo —nos sigue diciendo el escritor de Hebreos—, “sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo”, pues estuvo frente a la abierta rebeldía de aquellos a quienes estaba salvando. Como dice también Pablo: “Porque ni aun Cristo se agradó a sí mismo; antes bien, como está escrito: Los vituperios de los que te vituperaban, cayeron sobre mí” (Rom 15:3). El libro de Hebreos dice a sus lectores que consideren a Cristo, que mediten en las razones de la cruz y sigan el ejemplo del Señor.