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Jesús purifica el templo, Jn 2:13-22 (Mt 21:12-13; Mr 11:15-18; Lc 19:45-46)  

Jn 2:15-17 “Y haciendo un azote de cuerdas, echo fuera del templo a todos , y las ovejas y los bueyes; y esparció las monedas de los cambistas, y volcó las mesas. Y dijo a los que vendían palomas: Quitad de aquí esto, y no hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado. Entonces se acordaron sus discípulos que está escrito: El celo de tu casa me consume” 

Jesús dispersó a los comerciantes. Echó fuera del templo a los cambistas y volcó las mesas de los vendedores manifestando su celo por la casa de Dios. “Y haciendo un azote de cuerdas” indica la severidad y firmeza con la que Jesús reaccionó ante tanta corrupción. Volcó las mesas, esparció las monedas y hecho fuera a todos con entereza. Fue evidente el enojo de Jesús, y aún ordenó que sacaran todo de ahí y pidió que no convirtieran la casa de Dios en un lugar de mercado. “La casa de mi Padre”, es una declaración que refleja su carácter mesiánico y al purificar el templo reveló su autoridad y señorío.

Hasta este momento, los discípulos no habían dicho una sola palabra. Pero Juan dijo que ellos recordaron lo escrito en el Salmo 69:9: “…porque me consumió el celo de tu casa” que justificaban el comportamiento de su maestro a la luz de la escritura sagrada.

Para Meditar: El apóstol Pablo dijo “airaos, pero no pequéis” (Ef 4:26). El enojo es parte de la naturaleza humana, nos enojamos con frecuencia ante el desagrado, ofensa y otras circunstancias de la vida que consideramos poco agradables. Pero, a pesar de esas circunstancias negativas, no debemos dar lugar al diablo (Ef 4:27). Si no más bien, desarrollar la temperancia y serenidad necesarias. Enojarse no es pecado; sin embargo, el creyente debe guardarse de las reacciones inapropiadas, y solucionar sus conflictos lo más pronto posible (Ef 4:26).

Nota Histórica: Debe recordarse que el templo tenía para los judíos la misma importancia que la ciudad misma. Jerusalén fue la ciudad amada, que no podían olvidar y hoy en día, habiendo recuperado su tierra, la han declarado “la capital eterna de Israel”. Los cautivos en Babilonia la enaltecían entre sollozos: “ … si me olvidare de ti, oh Jerusalén, pierda mi diestra su destreza, mi lengua se pegue a mi paladar, si de ti no me acordare…” (Salmo 137)

El templo por su parte era el único lugar de adoración que siempre tuvieron. Ya sea mientras vivieran cerca o a la distancia en países extraños. Con ello querían decir que tenían un solo Dios, un solo credo, una sola fuente de redención y un solo Señor (por eso la importancia de la declaración de Tomás, respecto a Jesús, en Juan 20:28). Jamás le llamaron Señor a ningún tirano, aún a costa de perder sus vidas. En el templo tenían lugar dos importantes ceremonias: los sacrificios diarios en expiación por sus pecados, sobre el altar de bronce ( Nm 28: 1-8; 2Cr 4:1) y la esperada celebración anual del día de la expiación, cuando el Sumo Sacerdote entraba al Lugar Santísimo (Lv 16; 1R 6:19-28; 8:6-9; 1Cr 28:11)

La purificación del templo, Jesús la realizó en dos ocasiones. Al principio de su ministerio, como se narra aquí en Juan 2:13-22 en donde “echo fuera del templo a todos, y las ovejas y los bueyes; esparció las monedas de los cambistas, y volcó las mesas”. Y al final, con su último acto público, como lo narran Mateo 21:12-17; Marcos 11:15-17 y Lucas 19:45,46.

2 Earld D. Radmacher, Ronald B. Allen, H. Wayne House, Nuevo Comentario Ilustrado de la Biblia, Editorial Grupo Nelson. .