El inicio del mensaje de consolación del profeta Isaías en el capítulo cuarenta de su libro, es el marco de referencia para este incipiente mensajero en un lugar inhóspito. ¿A quién le gusta predicar en el desierto?, donde no existen condiciones favorables, donde el territorio es hostil y la audiencia insensible. Sólo un hombre o mujer enviados de Dios pueden hacerlo.
El mensaje de Juan el Bautista es crudo e hiriente, pero como este mensaje no proviene de su intelecto ni de sus emociones, sino de su mismo corazón y de la palabra de Dios, se puede leer el efecto causado en las multitudes que acudían a escucharle. El Espíritu de Dios se movía con poder en las conciencias de todos los estratos sociales.
Para Meditar: El apóstol Pablo enfatizaría años después la consigna: “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas. Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio” (2 Ti 4:1-5).
Sin duda Juan el Bautista fue el que inauguró este tipo de ministerio. Hacía cientos de años que no se escuchaba un “así dice el Señor”, de repente aparece este predicador con un mensaje profético lleno de poder y en un entorno totalmente diferente al acostumbrado, no el palacio del sumo sacerdote, ni el majestuoso templo de Jerusalén y desde luego, tampoco en una sinagoga. A este insigne predicador no le cedían los púlpitos en tan bellos lugares, Dios le había preparado un púlpito diferente y adecuado a su mensaje: el desierto de Judea, contiguo al Jordán, descendiendo de Jerusalén.