De nuevo Juan y ahora su hermano Jacobo, se constituían a sí mismos como jueces justos. Anteriormente Juan ya le había prohibido a uno que expulsar demonios; ahora, llenos de celo santo, animados quizá entre hermanos, deciden que la aldea es digna de ser quemada con todos sus habitantes. Al igual que un creyente inmaduro que odia a toda la familia del que le hizo daño, o que se reciente con toda la iglesia cuando sólo una persona tuvo problemas con ella, sienten el deseo morboso de ver la caída de esa iglesia, de esa familia, de esa ciudad.
Pero el Señor ama también a los samaritanos, y jamás odiará a nadie. Estos dos discípulos involucran al Señor en su ira: “¿quieres…?”, ¿Cuántas veces creemos que Dios respaldará nuestra guerra? ¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros? (Stg. 4:1). En nuestro interior, de nuestras pasiones salen las guerras. Los discípulos pensaban que el Señor tenía una mirada etnocéntrica del mundo, “los judíos son primero”, pero él tiene una mirada universal, vino a buscar a todo hombre, no lo podemos encasillar en algún país o con algún odio étnico.
Gloriosamente podemos ver cómo el Espíritu Santo cambio a Juan y lo transformó en un hombre lleno de amor, ese es el poder de Dios.