Jesús sana a un muchacho endemoniado, Lc 9:37-43 (Mt 17:14-21; Mr 9:14-29)  

Lc 9:37-38 “Al día siguiente, cuando descendieron del monte, una gran multitud les salió al encuentro. Y he aquí, un hombre de la multitud clamó diciendo: Maestro, te ruego que veas a mi hijo, pues es el único que tengo”.  

Los nueve estaban abajo, y seguramente estaban discutiendo con la muchedumbre, entre ellos envidiosos religiosos, que morbosamente venían a ver lo que sucedía y seguramente se burlaban de la ineficacia de los nueve discípulos quienes contaban las maravillas de la pasada misión de los doce, pero ahora no parecía haber éxito entre lo que se contaba y lo que se vivía.

Podemos imaginar una multitud rodeando a este hombre con su hijo endemoniado, pocos hacían caso al miedo natural que da enfrentar a los demonios; podía más la curiosidad y el morbo pues nadie quería perder su asiento de primera en este nuevo episodio.

“Te ruego” gr. Deomái, el mismo verbo que Lucas usa en el capítulo 8:28 cuando el demonio rogaba que no lo atormenten, el padre de familia de esta ocasión suplica con desesperación por la única oportunidad que iba a tener en la vida de ver a su hijo sano. Mateo 17:14 añade que el hombre también “se arrodilló”.

“Mira a mi hijo”, literalmente el hombre quería que Jesús simplemente pusiera sus ojos sobre su hijo, que el Maestro “le echara un vistazo” al pobre vástago endemoniado, pues si le miraba seguramente el Señor se daría cuenta de la necesidad que el joven tenía.

El muchacho era un hijo unigénito (gr. Monogenés) al igual que la hija de Jairo. Si un padre humano ve con dolor el sufrimiento de su único hijo, ¿cuánto mayor dolor tendría el Padre Celestial al ver sufrir a su Unigénito Hijo?