Como era de esperarse ante la enseñanza de Cristo, hubo diversas opiniones entre la multitud. Esto es lo que provoca la verdad, y sobre todo cuando ésta se lleva a una esfera superior a nuestro entendimiento. Sentimientos de aceptación como “el profeta” de parte de algunos, quizá aludiendo a Deuteronomio 18:15; y de otros, identificándolo como “el Cristo”. Paralelo a esta diferencia de opiniones, surge una pequeña discusión sobre el origen del Cristo. Algunos, queriendo echar por tierra la sola insinuación de que Jesús fuera el Mesías, cuestionaban su procedencia: “¿De Galilea ha de venir el Cristo?”, y aseveraban la sentencia citando la escritura (v. 42). Sin proponérselo estaban afirmando lo que fue una realidad, Jesús nació en Belén y era descendiente de David, como lo presentan las genealogías de Mateo y de Lucas. Claro que ellos no lo sabían, sino hasta que el Espíritu Santo usó a esos dos escritores para informar a la Iglesia, sobre el Hijo de David, su redentor.
Así menospreciaban a Jesús, expresando sus prejuicios y su aparente conocimiento de las escrituras. En medio de las palabras de vida expresadas por Jesús, y la división entre la gente, no faltaron quienes seguían con su interés de prenderle, “pero ninguno le echó mano”.