Que Jesús expresara de sí mismo que era la luz del mundo, era una pretensión a los ojos de los fariseos. Ellos entendían que las escrituras apelaban a Dios como Luz (Sal. 27:1; Is. 60:19; Job 29:3; etc.), en la declaración de Jesús, había algo incómodo para ellos, Cristo se declara a sí mismo como la Luz en directa relación con Jehová Dios, consecuentemente éste hombre sería el Enviado, el Ungido, el Mesías prometido. Por eso los fariseos se defienden aludiendo a Deuteronomio 17:6 y 19:15, pues al testificar de sí mismo, su “testimonio no es verdadero”. Sin embargo, Jesús antepone su procedencia y su autoridad moral, ética y espiritual para mencionar que su “testimonio es verdadero”, porque él es Dios, su testimonio es válido por ser quien es.
Jesús tenía plena conciencia de sí mismo y de su autoridad, pues sabía que había venido de cielo y que iría al sacrificio por la humanidad para luego volver nuevamente al cielo; no así sus detractores, que eran ignorantes y jueces falsos. Jesús denuncia el juicio que, “según la carne” hacen los fariseos, mientras que Él, con el derecho de juzgar a cualquiera, no lo hace, pues su cometido es salvar. Aun así, su procedencia del Padre, su unión íntima con el Padre, y su relación perfecta con el Padre, colocan a Jesús en la posición plena de declarar: “mi juicio es verdadero”, porque si la ley exige dos testigos, ¿qué testigos más elocuentes que él mismo y su Padre? Jesús da testimonio de sí mismo y el Padre da testimonio también de él.