Jesús en el hogar de Simón el fariseo, Lc 7:36-50  

Lc 7:36-38 “Uno de los fariseos rogó a Jesús que comiese con él. Y habiendo entrado en casa del fariseo, se sentó a la mesa 37 Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume; 38 y estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus pies, y los ungía con el perfume”. 

La invitación sonaría algo extraña si se considera que el Señor le había dado una tunda a los de la secta de los fariseos; sin embargo, impelido quizá por el morbo o por codearse con “el gran profeta que se había levantado”, este hombre insistió en que el Señor comiera en su casa.

No se debe confundir este pasaje con otro muy parecido. En Mt 26:6 el episodio es sorprendentemente parecido, e incluso el anfitrión se llama Simón, pero en aquel caso era “el Leproso”. Aquí la mujer quiebra el frasco de alabastro y derrama el perfume en la cabeza del Señor. En el pasaje que nos ocupa la mujer no parece romper el frasco, pero sí lo fue dosificando sobre los pies del Señor. El texto nos enseña que era de allí mismo, conocida por “pecadora”; muchos ven en ella a una ramera.

¿Por qué lloraba? El pasaje no lo dice, pero es probable que al estar entre la multitud que oyó las palabras del Señor fue tocada de tal manera que se había arrepentido de su mala vida. Entra sin pedir permiso, puesto que si lo hubiera pedido éste sería negado dada su condición de pecadora. Irrumpe en la plática de la mesa y se inclina hacia los pies de Jesús; entonces todo quedó en silencio, y tras un breve momento la mujer no puede contener las lágrimas que fluyen en tal cantidad que caen ante los divinos pies del Señor. Abre el frasco y entre lágrimas y áloes los pies del Maestro se van limpiando de la suciedad del camino. Al unísono besaba los pies más preciosos que han pisado esta tierra. Pero la mujer ha olvidado algo, no llevó nada con que enjugar el perfume, ahora mezclado con su abundante lagrimar. No usa sus vestidos, pues están sucios por tanto pecar, le queda algo que viene de la misma fuente de sus lágrimas: su cabello. Se habrá oído el “¡aaah!” de desaprobación cuando se desata el cabello en público. Con el amor más limpio que una mujer le puede tener a un hombre enjuga las lágrimas y el perfume con sus cabellos. Al final, es ella, en sus largos cabellos, quien termina aromatizada del perfume del Maestro.

Para meditar: Antes que el perfume cayeron las lágrimas, antes de empezar a cantar para adorar al Señor debe haber profunda gratitud, verdadera devoción. En este caso, la adoración con perfume fue precedida por una sincera devoción que hacía al perfume algo insignificante comparado con las lágrimas de la mujer. Nunca será más genuina la adoración que cuando nace de un corazón humilde y agradecido. Algunas veces la gente se pregunta ¿Por qué los pentecostales lloran? Esta mujer da una elocuente respuesta a esa cuestión.