Las malas intenciones de los emisarios de los líderes judíos fueron inmediatamente comprendidas por el Señor Jesús. La trampa tendida contra Jesús a través de la pregunta era doble: Si él decía que no le pagaran tributo a César, sus enemigos lo acusarían de traición en contra del imperio, y podía ser tildado de revolucionario al igual que los zelotes. Si respondía que sí debían de pagar el impuesto a los romanos se enajenaría a la gran masa de judíos perdiendo así el favor del pueblo.
En su respuesta, Jesús les pide que le muestren la moneda, es decir, el denario romano, y les pregunta de quién tiene la imagen y la inscripción a lo que le responden: De César. La imagen en la moneda significaba que como nación estaban bajo el gobierno romano. Las monedas romanas tenían la imagen de la cabeza del emperador y la inscripción “César Tiberio, hijo del divino Augusto” por un lado, y por el otro “Pontifex maximus”. Esta última inscripción escandalizaba y ofendía a los judíos porque la relacionaban con la función de “Sumo Sacerdote”.
La sabia respuesta de Jesús a sus enemigos fue “dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”. Al responder de esta manera, el Señor Jesús no se puso a favor de ninguno de los dos bandos que eran mutuamente exclusivos e irreconciliables. Él aprovecha la ocasión para enseñar un principio bíblico que no se ajusta ni compromete con algún sector religioso o político de la época. Él establece el deber cristiano de obedecer a las autoridades civiles, cualquiera que fuere, porque por Dios son puestas ( Romanos 12:1-7), y darle a las autoridades lo que requieren, como los impuestos, es parte de sus obligaciones ciudadanas. Por otro lado, el cumplir con los deberes ciudadanos, no exime al creyente de sus responsabilidades para con Dios. Sin embargo, cuando el César reclama lo que es de Dios (como el culto al emperador), la obediencia a Dios tiene prioridad absoluta (Hechos 4:19; 5:29).