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Cristo, nuestro abogado 1 Juan 2:1-6

1 Juan 2:1-2 “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo.2 Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo”.


Nota preliminar: 1 Juan 2 trata de la verdadera prueba de la permanencia en Cristo, y del caso — que deba ser excepcional—, cuando el cristiano cae en pecado. También, de aquello en lo que consiste el nuevo mandamiento (el dado ya por Cristo, y repetido por Juan), y de su relación con la vida práctica: en el trato con el prójimo, y en relación con el mundo. Habla también de quienes quieren apartar al cristiano de la verdadera fe, y en consecuencia directa, de Cristo mismo —los anticristos—, y continúa insistiendo en la clave de la vida cristiana exitosa: permanecer en Cristo, es decir, mantener una vida de santidad. Para ello, el cristiano cuenta con los mandamientos del Señor y la unción del Espíritu Santo.


Lo escrito por Juan de ninguna manera deba interpretarse como una licencia para pecar, pues algunos, tomando fuera de contexto 1 Juan 1:8 «Si decimos que no tenemos pecado…», dicen que es imposible vivir sin pecar, y que, si alguno dice que no tiene pecado, entonces es mentiroso. Ya se ha explicado en el comentario del capítulo anterior lo que estas palabras significan dentro de su contexto. Por tanto, aquí acentúa el Apóstol esto, que de ninguna manera sus palabras se interpreten en ese sentido, pues la Palabra de Dios es para santidad, no para justificar al pecador. El conocimiento de Dios tiene como objetivo supremo la santidad del creyente y lo expuesto en versículos anteriores debe de verse exclusivamente en este sentido.

Sin embargo, cabe la posibilidad excepcional de que alguno de los lectores de la epístola —tanto los receptores originales como las generaciones subsecuentes hasta este día —, hubiese cometido algún pecado delante de Dios: «si alguno hubiese pecado…», y esto debe ser solo una situación esporádica del cristiano, producto de su propio descuido espiritual (cosa que debe evitarse a toda costa, pues va en contra de la parte medular de la vida cristiana: la permanencia en Cristo). La permanencia en Cristo no depende de los esfuerzos personales del cristiano sino de su relación y cercanía con el Señor. Esto se presenta cuando el cristiano, por caer en la tentación de la soberbia, y de la autosuficiencia, cree que puede hacer la voluntad de Dios en sus propias fuerzas.

Muchos comentaristas están de acuerdo -aunque no todos- en que estas faltas se refieren a hechos relacionados con los hermanos, (o con su prójimo). Pues bien, en tal condición indeseable, lo que resta únicamente es acudir a Cristo mismo, a quien el creyente ha ofendido (al ofender al hermano). Cristo, quien debía de acusarle, en lugar de ello, puesto que le ama, cuando ese pecador se arrepiente y pide perdón, se convierte en su abogado ante el Padre, y añade «… Jesucristo el justo», pues únicamente la justicia de Jesucristo puede arrancar al pecador de los peligros del juicio. Jesucristo interpone su justicia, es decir, su calidad de justo, para librar al pecador. Porque «Él es la propiciación por nuestros pecados…» (v. 2); Cristo fue quien pagó el rescate por los pecados del mundo, y por ello su poder actúa para salvar a todo hombre y mujer que se arrepiente de verdad.


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