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Desde el origen e intención de Dios para la mujer es que fuera “ayuda del varón y madre de la humanidad”. El sentido de este versículo no es que cuantos más hijos tenga una mujer será salva, como algunos lo interpretan. Aquí se encuentra la solemne gracia de la maternidad. Dios, en su misericordia, dio a la mujer la especial función de la gestación; de ella, vendría el Salvador del mundo (Is 7:14; Mt 1:20; Lc 1:28-31). Dios le asigna a la mujer su verdadero lugar: ser madre, educar a sus hijos para el cielo, darles el ejemplo de la fe, de la caridad y de la santidad o pureza. Todo esto va unido a la “permanencia”.
Se debe entender que si el varón es quien enseña en público, el deber de la mujer será transmitir a los hijos la fe recibida, es decir, la responsabilidad de guiar y encaminar a la siguiente generación de creyentes, junto con las convicciones que tienen que desarrollar.
Los hijos deberán ver en la madre la pasión, el amor, la fe y la permanencia en Cristo. Esto contagiará a los pequeños a seguir también a Cristo. Timoteo era un ejemplo de ello. A pesar de tener un padre no judío, su madre y abuela le enseñaron el amor de Dios. Pablo dice: “trayendo a la memoria la fe no fingida que hay en ti, la cual habito primero en tu abuela Loida, y en tu madre Eunice, y estoy seguro que en ti también” (2 Ti 1:5). La fe, el amor y la santidad es lo más valioso que una mujer puede poseer y compartir.