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Encontramos los ministerios que Dios otorgó a Pablo: Predicador, Apóstol y Maestro. Ninguno de estos trabajos fue recibido por imposición de manos o delegado por los hombres. Fue Dios quien llamó a Pablo desde el vientre de su madre (Gá 1:15), Jesucristo le reveló el evangelio (Gá 1:12) y el poder del Espíritu Santo estaba con Él para que cumpliera su misión (2 Co 12:9).
• El predicador es aquel que “en voz alta proclama la verdad del evangelio”.
• Un apóstol es “aquel enviado con una misión definida y con autoridad dada por Dios”.
• El maestro es quien “instruye y enseña las Escrituras para crecimiento de los creyentes”.
Al parecer, el orden de los ministerios es consecuente: primero predicador, después apóstol y por último maestro. El trabajo de Pablo fue designado a favor de los gentiles (Gá 1:16). Su enseñanza debía ser “en fe y en verdad”, es decir, fiel y verdaderamente, predicando la verdad, y nada más que la verdad.
Dios es quien llama y comisiona. El ministerio no es otorgado por la imposición de manos, o por estudiar en un Instituto Bíblico, ni por los títulos que se puedan obtener. Todo lo anterior es necesario, pero nada de ello nos hace predicadores, apóstoles, evangelistas, pastores o maestros. Cristo es quien llama según el puro afecto de su voluntad (Ef 1:4,5) y otorga el ministerio (Ef 4:11). Y todo esto con un propósito: “perfeccionar a los santos para la obra del servicio… para llegar a la estatura del varón perfecto” (Ef 4:12). Quien es llamado debe vivir agradecido a Dios por este privilegio que conlleva responsabilidad. Debe vivir apasionado en cumplir fielmente con la encomienda divina, como Pablo lo expresó: “He peleado la buena batalla, … he guardado la fe” (2ª Ti 4:7).