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Esta Epístola es una de las grandes joyas que Dios ha dejado para su iglesia, en donde nuevamente el apóstol Pablo habla respecto a su ministerio como apóstol de Jesucristo para los gentiles, tal y como lo menciona en otras partes (1 Co 9; 2 Co 10,11; Gá 1:11-24; Col 1:24-29). Habiendo tratado antes el tema de la reconciliación con Dios por medio de la cruz, ahora vuelve a afirmar que por dicha causa se ha hecho prisionero ó cautivo de Cristo Jesús, para llevar el santo evangelio a sus vidas, considerándolo siempre un gran privilegio. A pesar de estar como prisionero de Roma terrenalmente hablando, el apóstol sentía la libertad de decir que era prisionero de Cristo, que ante muchos parecía ironía, pero ante la iglesia era un honor.
El apóstol les recuerda a los efesios sobre la administración de la gracia de Dios que le había sido otorgada por causa de ellos, es decir que como un mayordomo había sido elegido para ministrar las verdades del evangelio, enseñándoles lo correcto y encaminándolos a seguir una vida agradable delante de Dios.
Pablo se encontraba bajo un arresto domiciliario que bien a muchos nos podría dañar emocionalmente y aun espiritualmente por anhelar la libertad que antes se tenía. Sin embargo, el apóstol se adjudica el sobrenombre de prisionero de Cristo, estableciendo bien claro que lo que le acontecía era por ser un siervo del Señor, cumpliendo su ministerio. Es digno de imitar este gran ejemplo, para que a pesar de las luchas y pruebas que puedan venir, se muestre siempre una actitud valiente, sabiendo que la promesa dada por Jesús al despedirse, registrada en Mateo 28:20, se cumplirá: “he aquí yo estoy con vosotros todos los días”.