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El escritor de Hebreos habla del respeto que es debido a los padres y al cumplimiento del mandamiento de honrarlos; y que los padres, teniendo el derecho de disciplinar a sus hijos, eran venerados por ellos. Porque quien disciplina adecuadamente a sus hijos termina por cosechar la veneración de ellos, es decir, un alto respeto. Ahora bien, ¿qué de Dios mismo?, ¿qué del Padre de los espíritus? Pues dice que obedecer al Padre de los espíritus, es decir, a Dios mismo, produce vida (“viviremos”). La disciplina de los padres terrenales tiene el fin de la corrección de la conducta, conduce a los buenos ciudadanos y a los benefactores de la humanidad, pero la disciplina del Padre de los espíritus conduce a la santidad. Se deduce, por tanto, que el objetivo de la disciplina de Dios es que el cristiano viva una vida santa, es decir, que tenga parte con Cristo.
La disciplina no “parece ser causa de gozo, sino de tristeza”, pero con todo, debe de sufrirse, pues Dios ordena que los cristianos sean “sufridos en la tribulación” (Rom 12:12), es decir, que la disciplina de Dios debe soportarse con paciencia, hasta que pase. Dios mismo nos hace salir de la tribulación, del tiempo de la disciplina: “No ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Cor 10:13). Y cuando el cristiano se arrepiente, y buscando a Dios de todo corazón, encuentra la santificación, el objetivo de Dios en ese momento se cumple. El fruto de la disciplina da su “fruto apacible de justicia” cuando los que son disciplinados entienden y aceptan que este sufrimiento es debido a su maldad y desobediencia propias.