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Y ya que el cristiano tiene una ciudad permanente en gloria, esto le hace vivir en gozo. Cuando medita en el galardón que el Señor le tiene preparado, entonces desborda su alma en alabanza; no obstante, no deja de ser un sacrificio de alabanza; y es sacrificio, porque se hace en medio del sufrimiento, se hace en medio del vituperio de Cristo. La mejor alabanza es la que se hace en medio de la obediencia y la sumisión al Señor.
Luego nos dice la forma de esta alabanza. No es una alabanza escondida ni particular; no es aquella que se hace exclusivamente en el cuarto privado de oración. Tampoco es la que se hace con el pensamiento solamente, ¡no! Es un fruto de labios, es la que dice a todos que ama al Señor, que Él es su Salvador y Señor. Es un fruto de labios, es una confesión. La confesión es indispensable para la salvación, no sólo la confesión que se hizo el día de venir a las plantas de Cristo, sino la confesión diaria y continua, nacida de un corazón obediente y rendido totalmente al Señor.