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Un laborioso e incesante trabajo realizaban los santos del Antiguo testamento, que tenían puestos sus ojos en la salvación mesiánica, escudriñando
qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, sobre la venida del Mesías.Es decir, sabían que un mesías vendría, (Meshiah en hebreo, Christus, en griego), pero no sabían cuándo.
El Espíritu de Dios que actuaba en los profetas del Antiguo Testamento es el Espíritu de Cristo, enviado del cielo y conocido por el Antiguo Testamento. Para Pedro no comenzó la acción de Cristo cuando Jesús apareció en Galilea; como estudioso de las Escrituras desde niño, participaba de la misma expectación de los antiguos. El Antiguo Testamento se liga con el Nuevo, en forma maravillosa. Cristo fue quien envió aquel Espíritu que habló en los profetas, y Él es también ahora Aquel en cuyo nombre derramó el Padre su Espíritu sobre la Iglesia primitiva, el día de pentecostés, y que Pedro bajo esa unción lo confirmó anunciando a la multitud que lo dicho por el profeta Joel, se estaba cumpliendo: “que el Espíritu Santo se derramaría sobre toda carne” (Hch 2:17-21).
Pedro establece una asociación de la imagen del Señor glorificado y del señor que sufre, para que, de igual manera los creyentes deben tener parte de sus padecimientos para luego tener parte en su gloria. En la vida del cristiano, la cruz no debe de perderse de vista, así como nunca separar la gloria del resucitado, ya que en ella se revela el gozo inefable de la salvación.
El autor concluye su acción de gracias que comenzó en el verso 3, afirmando que todo ello lo anhelan mirar los ángeles, es decir mirar a Cristo como lo ven los hombres que son transformados de una vida de pecado, a una vida gloriosa de perdón y redención. Todo como producto de un mensaje predicado por otro pecador.Hasta los ángeles ansían contemplar esta admirable etapa de la historia salvífica de Dios. o, para decirlo con más profundidad y verdad: los sufrimientos y la gloria de Cristo, que vive constantemente su Iglesia.