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La cláusula condicional que sustenta el argumento de Santiago, es: “Porque si alguno es oidor de la palabra, pero no hacedor de ella”. El apóstol está consciente de las personas que gustan de las grandes enseñanzas, pero no de ponerlas en práctica. Tales personas son semejantes: “a quien se mira en un espejo: tan pronto como se va, se olvida de cómo era” (TLA). Con esta comparación se resalta la inconsecuencia de la conducta de tales personas. La Escritura, “la perfecta ley”, da el poder al hombre para reconocer sus defectos y hacer los cambios necesarios en su carácter; da “la libertad” del pecado y de su propio “yo”, de tal forma que el hombre oidor y hacedor de la palabra, camine rumbo a la meta de “ser perfeccionado… a la unidad de la fe y del conocimiento… a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Ef 4:12,13). Este creyente encontrará “completa felicidad”, al realizar los debidos cambios en su vida.
La esencia del evangelio se percibe en la “transformación” de las almas (2 Co 5:17), por medio del sacrificio de Jesucristo. Pablo dice a los Gálatas: “Hijitos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros” (Ga 4:19). La meta de todo cristiano es llegar a tener el “carácter de Cristo”, manifestado en el fruto del Espíritu Santo: “Más el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Ga 5:22,23). El creyente debe renovar su mente por medio de la Palabra de Dios (Ro 12:2; Ef 4:23) y así cambiar su antigua manera de vida por la que ahora Cristo le ofrece (Ef 4:20-24). Para ello es indispensable que sea “oidor y hacedor de la palabra”. Así, Cristo gobernará todo su ser.