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Pablo explica porque se siente tan conmovido por el consuelo divino. No sabemos con certeza a que evento de su vida se refiere el apóstol cuando dice: “de nuestra tribulación que nos vino en Asia”, (se refiere a la provincia romana de Asia). Algunos piensan que se refiere a las acechanzas de los judíos para matarle (Hch 20:3); otros al motín provocado por Demetrio y sus colegas (Hch 19:23); otros a la lucha con los enemigos que parecían bestias en Efeso (1 Co 15:32) y algunos otros a una lucha no registrada en ninguna parte de la historia del Apóstol. Cualquiera que haya sido el peligro, sin duda fue una experiencia inolvidable y única entre las muchas vivencias trágicas por las que Pablo pasó. En esta ocasión no le quedaba ninguna salida, lo tenía todo perdido, hasta la esperanza de sobrevivir.
Pablo explica que este acontecimiento tenía el propósito de que “no confiásemos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos”. Pablo había abandonado todo pensamiento de vida, ante los despiadados ataques, pero con una confianza renovada en Dios, que después de esto lo movería siempre. ¡Pablo comprendió, que Dios no solamente puede librarlo de la muerte, sino resucitarle de entre los muertos! Su liberación inesperada fue para él una resurrección.
El apóstol sabe que el peligro estará siempre acechando, por ello, pide a la iglesia permanentes oraciones a su favor. Un predicador sabe que Dios le da consuelo y sostén gracias a las oraciones que la iglesia eleva a su favor. ¡Cuán innumerables bendiciones atraen las oraciones sobre aquellos que son objeto de ellas!
El “don concedido” que menciona Pablo es la respuesta a las oraciones de la iglesia: la liberación de Pablo. Cuando los que interceden escuchan que Dios ha contestado sus oraciones de forma tan particular, deben sentirse impulsados a alabar a Dios por sus misericordias a favor de quien oraban. Pablo agradece a los hermanos en Corinto la constante intercesión ante el Señor a su favor, pues ello es muestra de la auténtica comunión de los creyentes con él.
Orar por nuestros hermanos en la fe es un deber para cada creyente en Jesucristo. El primer profeta y último juez del Antiguo Testamento, Samuel, menciona que el no interceder por otros es un pecado: “y en cuanto a mí, nunca dejaré de orar por ustedes, porque si dejara de hacerlo, entonces pecaría contra el Señor” … (1 S 12:23 PDT).
El Señor Jesucristo intercedió por sus discípulos presentes y futuros: “… y ellos las recibieron, y han conocido verdaderamente que salí de ti, y han creído que tú me enviaste. Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son…. Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, …” (Jn 17:8,9,20). No dejemos de interceder por nuestros hermanos en la fe, que están esparcidos por todo el mundo, para que Dios les ayude y guarde.