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Eminentemente, Pablo, el judío ciudadano romano, habla a aquellos que habían creído en el evangelio, los cuales habían sido persuadidos y “le entregaron cada aspecto de su ser”. El autor toma conciencia personal, como un emisario real, redactando bajo la misma retórica del capítulo previo, en donde recuerda que “somos embajadores en nombre de Cristo” (2 Co 5:20); y aun cuando no suele ostentar ningún título humano, en esta ocasión por convicción propia, porta el título “sunergontes” (un paralelismo con 1 Co. 3:9) que posiciona al apóstol Pablo como socio o co-laborador de Dios.
El predicador, era consciente de la obra salvadora que había realizado el unigénito hijo de Dios por toda la humanidad; así como del plan formulado en el principio del universo que Jesús cumplió a cabalidad. Por ello osa tomar el título de socio, puesto que él ha sido capacitado por Jesucristo y al comenzar a compartir la visión recibida, anhela que el mensaje que trajo efectos sublimes en su vida traiga los mismos efectos, en dimensiones mundiales.
no recibáis en vano la gracia de Dios… En todo el capítulo 5, el Apóstol se enfrentó a sus adversarios que trataban de influenciar a los corintios con ambiciones egoístas en lugar de la causa de Cristo. Exhorta a los creyentes a que no vivieran para ellos mismos, sino para Cristo, que murió y resucitó por ellos (5:15) y una, y otra vez esta exhortación la tuvo que repetir, pues el corazón humano es muy propenso a olvidarse de servir a Cristo y dar todo por él.
Todo creyente que ha reconocido a Cristo como su Señor y salvador, habiendo dejado atrás su estilo de vida pecaminosa tiene como crucial objetivo compartir el evangelio vivificador. Comprendiendo y compartiendo que el plan de Dios no solo es para su vida sino para todos quienes le rodean. Pero ¿Qué pasa cuando el cristiano no comparte la visión salvífica de Cristo? ¿Y el creyente mismo no se considera como colaborador de Dios? Se debe recordar entonces el lugar que Pablo se da y por ende comparten los creyentes.