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Por esta causa, ya que el pacto ha sido ratificado y puesto en vigencia, todo aquel que cree puede entrar al Lugar Santísimo mediante la sangre de Cristo. Es decir, puede entrar a la presencia de Dios, al arca del pacto, a la plenitud de gozo que hay en su presencia (Sal 16: 11). A esto le llama el escritor de Hebreos “el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne”. La senda de Cristo es un camino nuevo, que tiene vigencia eterna. Y ahí, en el Lugar Santísimo, está siempre Cristo, ya no tan sólo para ministrar a Israel, sino a “todo aquel que invocare el nombre del Señor” (Hch 2:21). Por tanto, es necesario ir constantemente al Lugar Santísimo. Para ello, se imponen los siguientes requisitos:
a) Un corazón sincero: Dios quiere que nos acerquemos a Él con la sinceridad de un niño, totalmente transparentes y sin doblez ninguna.
b) Plena certidumbre de fe: Dios requiere que toda vez que nos acercamos a Él tengamos plena certeza de que Él es un Padre amoroso que siempre cumple su Palabra.
c) Purificados los corazones de mala conciencia: que olvidemos por completo todo lo pasado, aquella mala conciencia que afligía nuestra vida, pues “vuestros pecados han sido perdonados por su nombre” (1 Jn 2:12).
d) Lavados los cuerpos con agua pura: esto hace clara alusión al bautismo en agua, es decir, que tan sólo puede entrar al Lugar Santísimo todo aquel que ha cumplido el mandamiento de Cristo: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo” (Mc 16:16). Esto quiere decir, que todo aquel que cree necesita hacer pública su fe en Jesús, y el bautismo es una ordenanza, establecida por Cristo, que ratifica la entrada del creyente al cuerpo de Cristo, a la iglesia, al confesarle con Señor y Salvador ante el mundo.