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Continúa el escritor de la Epístola, hablando de aquello de lo que todo cristiano fiel ha sido hecho partícipe: de la primogenitura, es decir, de ser considerado propiedad de Dios, pues Él ha dicho: “Conságrame todo primogénito. Cualquiera que abre matriz entre los hijos de Israel, así de los hombres como de los animales, mío es” (Éx 13:2); y de la inscripción de su nombre en los cielos, en el Libro de la vida del Cordero (Fil 4:3; Ap 3:5; 13:8; 17:8).
Que todo cristiano se ha acercado a Dios mismo, quien tiene la autoridad para juzgar a vivos y muertos. Pero no sólo se ha acercado a Dios, sino a sus hermanos, a todos aquellos en el mundo que han sido lavados con la sangre de Cristo y que son perfectos ante Dios (v.23). Que este acercamiento ha sido a Jesús, quien media entre Dios y el hombre (1 Ti 2:5), cuya sangre inocente fue derramada por todos, y su rechazo por el perdón que significa, será juzgado con mucha más severidad que la sangre del justo Abel.