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Una de las cosas que más honra trae en la tierra es cumplir el mandamiento del Señor de la castidad. Cosa que el mundo menosprecia, pero que ante Dios es de gran estima. Asimismo, el único camino para el sexo que trae honra a Dios es el matrimonio. A este le llama también un lecho en pureza (sin mancilla), pues todos los demás lechos son impuros y reprobados ante el Señor. Cualquier modalidad fuera de esto cae en una de dos categorías: la primera, la fornicación, que tiene que ver con los solteros (aunque muchas veces se aplica en forma generalizada, a todo pecado sexual); y la segunda, el adulterio, que se aplica a los casados. La primera palabra, la fornicación, es la traducción de «gr. pornos» de donde deriva la palabra “pornografía”. Es decir, la fornicación no sólo se aplica a un acto físico, sino, como dijo Jesús, a la codicia que se gesta en el corazón (Mt 15:19; Mt 5:28). La mujer que se viste inadecuadamente, facilitando este pecado, se hace partícipe y culpable de la misma manera, pues ordena el Señor: “Asimismo que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia” (1 Ti 2:9).
Con todo, dice que el juicio pertenece al Señor, que no toca a ninguno juzgar sino exclusivamente a Él. Esto no quiere decir que no deba de haber disciplina en la iglesia (1 Cor 5: 1-13), ni que se deba pasar por alto la conducta de los que se hacen llamar hermanos (Gál 6:1; 1 Cor 5:11); sino que más bien, que se busque la misericordia y la restauración de los que caen en estos pecados (Stg 5:20; Os 6:6; Jn 12:47), pues nos dicen las Escrituras: “Porque juicio sin misericordia se hará con aquel que no hiciere misericordia; y la misericordia triunfa sobre el juicio” (Stg 2:13).