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La “fe” a la que Pablo hace referencia es una fe fuerte, inteligente y que hace al cristiano libre. Si se tiene esta clase de fe, es para tener acceso ante Dios y vivir en su comunión.
El hombre feliz, dice Pablo, es aquel que examinando seriamente la línea de conducta que una vez ha aprobado, no se siente reprendido en su conciencia o, mejor dicho, no es forzado a reconocer una contradicción entre su convicción y su conducta, sino que las halla en plena armonía.
El apóstol que ha defendido hasta aquí la causa de los débiles a fin de que no fueran juzgados ni despreciados por sus hermanos más fuertes, no les autoriza a permanecer en el error con un espíritu vacilante y sin convicción.
Si un creyente duda si hay o no pecado, en comer ciertos alimentos y aun así come de eso, se expone, desde su punto de vista a “cometer pecado”. ¿Es esto moral? ¿Cómo actuará este creyente cuando se encuentre en presencia de un pecado mayor, sin convicción y sin fuerza?
¿Cuál es la obediencia de un hombre, si no está persuadido de que lo que hace es aprobado de Dios?
Pablo condena como pecado todo lo que no es de fe y al mismo tiempo rechaza todo lo que no está apoyado en la Palabra de Dios y aprobado por ella.
Es necesario saber que lo que hacemos es aprobado por Dios y también es necesario que nuestro corazón, fuerte con esta persuasión, se entregue gozosamente a la obra de Dios. El creyente debe despojarse de fluctuaciones, arraigarse a la Palabra de Dios y proseguir la carrera del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús.