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Así que concluyendo la comparación iniciada en el versículo 12, por una ofensa grave a los ojos del Santo Dios, el castigo fue la condenación, así de igual forma la justicia de uno trajo justificación de vida para todos, “verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho; por su conocimiento justificará mi siervo justo a muchos, y llevará las iniquidades de ellos” (Isaías 53:11);
La desobediencia de Adán ocasionó la pena de muerte, pero la ejemplar obediencia de Cristo que “estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8) anuló la condenación.
La desobediencia de Adán condenó a todos los hombres constituyéndolos pecadores y colocándolos en una situación de alejamiento de Dios y por la obediencia de Cristo muchos serán constituidos justos. “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Corintios 15:22). Lo anterior no implica una salvación automática para todos los hombres, pues como enseña la Palabra, para adquirirla se debe recibir la gracia que Dios ofrece (v. 17) “y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree” (Hechos 13:39).
La crucifixión es un método antiguo de ejecución, donde el condenado era atado o clavado en una cruz de madera o también entre árboles o en una pared, normalmente desnudo, y dejado allí hasta su muerte. Esta forma de ejecución fue ampliamente utilizada en la Roma Antigua y en culturas vecinas del Mediterráneo. Métodos similares fueron empleados por los persas.
La crucifixión fue utilizada por los romanos hasta el año 337, cuando el cristianismo fue legalizado en el Imperio romano favorecido por el emperador Constantino. La crucifixión era usualmente utilizada para exponer a la víctima a una muerte particularmente lenta, horrible y pública. Josefo escribió que los romanos “fuera de sí, con ira y odio, se divertían clavando a sus prisioneros en diferentes posturas (allon allói skhématti)” (Josefo, Flavio, "Bello Iudaico" (La Guerra de los Judíos), 5:451-452).