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Podemos tener la plena seguridad de los tiernos cuidados de Dios y del Espíritu Santo. Pablo dice que el Espíritu Santo nos otorga la condición de hijos y no de esclavos (Gálatas 4:7). Un esclavo hace por necesidad –y en temor– lo que el amo le ordena, va a dónde se le indica en contra de su voluntad. En cambio, la dirección que da el Espíritu es en amor, tratándonos como hijos. La palabra “aba” es “padre” en arameo, por lo que la expresión “abba padre” alude a la manera repetitiva y tierna como un niño tiende a llamar a su padre. El hijo de Dios puede tener plena confianza en las instrucciones que para bien le da el Espíritu y debe obedecer como un niño a su padre.
El gran apóstol nos da más información del trato del Espíritu Santo con nosotros al revelar que Dios, mediante su Espíritu emite a nuestro espíritu humano su testimonio. Ésta es una de las evidencias que demuestran nuestra salvación. La condición de hijos de Dios nos convierte en herederos de todas las riquezas de nuestro Padre celestial (v. 17) siendo coherederos con Cristo mismo; pero existe una condición para gozar tan inconmensurables bendiciones: padecer juntamente con Cristo. Evidentemente este padecimiento está íntimamente ligado a la dirección del Espíritu, para que, así como Cristo padeció en la carne (1 P 3:16-18), nosotros también padezcamos al hacer el bien y la obra de Dios. Toda persona que desea vivir piadosamente en Cristo Jesús habrá de padecer (2 Ti. 3.12), pero esa es una condición indispensable para nuestra glorificación.
Es aquí donde Pablo nos presenta el cuadro completo de las implicaciones del andar en el Espíritu:
• lucha constante con la carne,
• sumisión al Espíritu,
• dirección de Dios,
• padecimiento por la justicia y por el nombre de Jesús (Mt. 5:10-12);
• pero herencia completa en Dios y nuestra glorificación como recompensa.