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Ahora hay una transición en la argumentación de Pablo, después de la alegoría de la unión mística entre el cristiano y el Señor Jesús en el bautismo en agua; habla de la manera práctica en la que debe vivir el que ha nacido de nuevo en medio de la generación que le ha tocado vivir. Debido a la argumentación expuesta el cristiano tiene la encomienda imperativa de considerarse muerto al pecado, pero vivo (“zontas”, vida eterna que inicia desde el nacimiento en Cristo) para Dios, al igual que Cristo Jesús, como una verdad esplendorosa, para vivir la nueva vida en el poder divino consolador y santificador del Espíritu Santo.
Nuevamente la instrucción imperativa paulina No reine…, el cristiano no debe dejarse someter por los pensamiento o actividades pecaminosas (epithumia: concupiscencias) que promueven la auto indulgencia en los actos que van en contra del afecto a Dios que dañan el alma. La consecuencia lógica del consejo imperativo es la decisión inmediata de no dejarse someter al señorío del pecado (Filipenses 2:12,13). Todos los órganos del sistema humano que servían como herramientas al pecado autoindulgente, que violaban la voluntad de las leyes santas de Dios, ahora sirven para vivir en la voluntad justa del Dios creador.
Ahora el pecado ya no es señor del cristiano, por la grandiosa obra expiatoria del segundo Adán (Jesucristo) por amor al ser humano. No queda más que rendirse extasiado ante un amor tan grande e inmensurable. El acatamiento al imperativo a no pecar ya no es por las exigencias de la obediencia perfecta a La Ley, sino por la contemplación del amor tan grande de Jesucristo y su gracia inmerecida al tomar el lugar que le tocaba al hombre en la cruz. ¡Aleluya!