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Pablo dirige a los judíos su acusación: “los que están bajo la ley”. Lo hace para que comprendan que ellos, tanto como los gentiles, son responsables ante Dios. Ambos estaban sin excusa delante del Señor (1:20; 2:1). Aún ellos, los moralmente privilegiados por tener la luz de una ética perfecta promulgada con autoridad divina, son reos del pecado. Se sobre entiende el argumento a priori que, si éstos están condenados, mucho más los hombres “sin ley”.
“Con el fin de que toda boca se cierre” frase que deja a todos los hombres, tanto judíos como gentiles, sin poder excusarse ante Dios. La raza humana vive hablando de sus propias virtudes o de la maldad de los demás. Jesús contó la parábola del fariseo y publicano, en la cual el fariseo “oraba consigo mismo de esta manera: Dios te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aún como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano”. Pero Pablo ha demostrado que TODOS los seres humanos somos hallados culpables ante el juicio del Dios justo y santo. La ley no fue dada para declarar al hombre justo: “ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado ante Dios”. Al contrario, “la ley solo sirve para que reconozcamos que somos pecadores” (TLA). La ley en lugar de salvar, condena al hombre, al demostrar que es incapaz de cumplir con los preceptos santos y divinos que en ella se encuentran. La ley sirve para dar pleno conocimiento (griego: epignosis) del pecado, pero no lleva en sí el poder de capacitar al hombre para cumplir con cada mandato que allí se estipula.
Pablo llega a esta parte de su tesis colocando a cada hombre o ser humano como reo digno de muerte ante el alto tribunal de Dios. Las figuras que el apóstol presenta son jurídicas. Dios es el Juez supremo, quién promulgo la Ley, el Decálogo. El hombre, por su naturaleza caída, es trasgresor de la Ley, y está sujeto a sentencia de muerte.