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Pablo describe en breve la actividad de nuestro enemigo: acusar (v 33), como también Juan lo llama, “el acusador de los hermanos” (Ap 12:10). Sin embargo, su acusación es anulada, pues quien nos hace justos es Dios. Es ahí precisamente donde consiste el engaño del diablo. No en que tenga razón en sus acusaciones, sino que puede lograr hacernos pensar que somos indignos, impuros e imperfectos; aun habiendo lavado nuestras ropas en la sangre de Cristo (Ap 7:14), y esa sangre preciosa, es la que nos limpia de todo pecado (1 Jn 1:7). Además, somos guardados por su poder (1 Jn 5:18), y al vestirnos del nuevo hombre somos criaturas según Dios en la justicia y santidad de la verdad (Ef 4:24).
Otro intento más de nuestro enemigo es condenarnos. Pero Pablo ya lo había dicho al principio, “ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús…”, y ahora lo enfatiza añadiendo, “Cristo es el que murió; más aún el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros”. Al morir nos salvó de nuestros pecados y nos sanó (1 P 2:24; Is 53:5); al resucitar nos trajo a la vida nueva del Espíritu (Ro 6:4), haciéndonos capaces de dar fruto para Dios (Ro 7:4); y al subir a la diestra del Padre, Cristo depositó en nosotros la esperanza de gloria (Jn 14:3; Col 1:27). Se menciona también que no sólo es el Espíritu Santo quien intercede por nosotros “con gemidos indecibles”, sino Cristo mismo al estar a la diestra de Dios.