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Este era un momento crucial, pues en Jerusalén, los judíos cristianos o practicantes del judaísmo cristiano seguían llevando la ley de Moisés al pie de la letra, y eso no ofendía ni turbaba las costumbres religiosas y culturales de los judíos, por lo que podían vivir con cierta tranquilidad en Jerusalén. Sin embargo, se notaba una gran incongruencia entre lo que les habían mandado a decir a los creyentes gentiles y la recomendación que le estaban haciendo a Pablo. Sobre todo, cuando debían ser los ancianos de la iglesia los responsables de enseñar la sana doctrina, dejarse guiar por el Espíritu Santo para dirigir correctamente a la iglesia de Jerusalén.
No era lo mismo con los gentiles que habían sido salvos en el ministerio de Pablo, que no se circuncidaban (Ga 5:2-4), ni eran obligados a guardar la ley, vivían conforme al evangelio predicado por Jesús, practicando la humildad y la santidad. Sin embargo, Pablo no quería ni ofender, ni destruir la ley, sino cumplirla.