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Cualesquiera hubiera pensado que después de dos años se habían enfriado los ánimos, sin embargo el deseo de destruir al que consideraban enemigo del judaísmo, creció. Lo rodearon los judíos que llegaron de Jerusalén, probablemente para intimidarlo, para hacerse notar, amenazarlo e infundirle miedo. Así que empezaron a presentar muchas acusaciones graves, pero faltaba lo más importante: las pruebas; las cuales no poseían. Lucas no detalla si entre los judíos habían venido los cuarenta que habían jurado matar a Pablo.
Con esa seguridad y confianza que el Espíritu Santo puso en Pablo, alegó en su defensa, tal y como lo había hecho ante el Concilio del Sanedrín, ante Claudio Lisias y ante Félix (ver comentario a Hch 23:1; 24:1-6).
Las acusaciones que le habían hecho eran de herejía, sacrilegio y sedición; la primera era religiosa y la ley romana no la consideraba delito y las otras dos eran calumnias sin fundamento.
Festo al juzgar a Pablo y escuchar los alegatos hechos en su contra, pudo notar que este ciudadano romano en nada había ofendido al César, ni de palabra, ni de hechos, se dio cuenta que no era un criminal, sino que lo acusaban de algo relacionado con su religión.
A este inocente hombre se le permitió ser su propio abogado y contestar las alegaciones que le habían hecho. Pablo contestó con toda verdad, de no haber pecado ni contra los judíos, ni contra el imperio romano, lo cual era verdad.
El creyente que sirve a Dios, no tiene que temer ante las amenazas e incriminaciones del enemigo, debe confiar que mayor es el que está en él, que el que está en su contra. Y si principalmente, la acusación es por predicar la palabra, Dios defenderá su causa con mayor fuerza.