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A pesar de que ya habían pasado dos años del encarcelamiento de Pablo, en los judíos seguía ese odio enfermizo. Ya no era Ananías el sumo sacerdote, ahora el que estaba en turno se llamaba Ismael, hijo de Fabi que había sido nombrado por Agripa II. Sin perder tiempo los principales sacerdotes y aquellos judíos que no habían podido matar a Pablo fueron ante el nuevo gobernador Festo, creyendo que iban a poder sacar ventaja al presentar una acusación contra Pablo, aprovechando la inexperiencia de Festo como gobernador.
Literalmente, le estaban rogando, pero con urgencia, que les hiciera el favor de ordenar que regresaran a Pablo a Jerusalén. Ellos de antemano conocían que su acusación era muy débil y que de ninguna forma iban a lograr que el imperio romano declarara culpable al inocente. Por lo que volvían a la idea anterior (Hch 23:15) de ponerle una emboscada en el camino y terminar con su vida.
Gloria a Dios, porque una vez tuvo cuidado de su hijo y no permitió que eso aconteciera.