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Jesús al venir a la tierra y dar su vida por el hombre, abrogó la ley ceremonial y ya no fueron necesarios los sacrificios y rituales. Al cumplir Pablo con los rituales solo obtenía la sombra de lo que Jesús ya había hecho y esto no solucionó, ni disminuyó la situación. Debe enfatizarse que se celebraba la fiesta de pentecostés, a la que llegaban judíos esparcidos por Asia, Italia, Egipto y otros lugares, quienes seguramente habían visto a Pablo en sus ciudades predicando el evangelio, conocían su ministerio y como Dios le usaba. Además habían escuchado como al predicar el evangelio, pedía se abstuvieran de sacrificado a ídolos, ahogado, sangre y fornicación, lo cual todos apoyaban. Pero el problema radicaba en que los judíos de Jerusalén y cercanías, pedían que también guardaran la ley de Moisés.
Pablo se había purificado junto con los cuatro que estaban haciendo sus votos de nazareato y ofreció gozoso su ofrenda. La purificación comprendía no comer carne, ni beber vino, ni cortarse el cabello por treinta días y al parecer los últimos siete días los pasaban en el templo, pues se tenían que bañar el día tres y siete con el agua de cenizas preparada para tal fin. Para Pablo esto solo era externo, pues su espíritu, alma y cuerpo era limpio y estaba en comunión con Dios.
Entre ellos también había enemigos, que buscaban vituperarlo, decir falso testimonio contra él y matarle. Es muy probable que fueran de Éfeso pues conocían a Trófimo.
El Comentario de W. Barclay menciona que en el Templo había suficientes carteles en griego y latín que informaban “Ningún extranjero puede pasar la reja que rodea el Templo, bajo pena de muerte”, aún los soldados romanos respetaban estas leyes judías y tal vez era la única por la que los romanos permitían a los judíos aplicar la pena de muerte. Para las mujeres tenían un lugar asignado en otro sector del templo.
Al escuchar el testimonio falso de que Pablo había metido en el templo a extranjeros, lo creyeron, y pedían se le castigara. Lo habían visto en la ciudad con Trófimo, un gentil de Éfeso que se había convertido al cristianismo y venía acompañando a Pablo. Así que parecía creíble la acusación que le estaban haciendo.
Los prejuicios de los judíos, el celo infundado sobre el amor y respeto a la casa de Dios, los estaban llevando a cometer una injusticia a un inocente.
Sacaron a Pablo del atrio interior (el de los judíos) al atrio exterior (el de los gentiles) y cerraron las puertas golpeándole, con la intención de matarle. Era tal el escándalo que todo el pueblo se alborotó, buscando hacer justicia por su propia mano. Dios lo iba a guardar en medio de todo, pues tenía que ir a Roma para dar testimonio en la capital del imperio.