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Los compatriotas de Pablo aparentemente fueron honestos al confirmar que no habían recibido ninguna información de los líderes de Jerusalén acerca de Pablo y lo que predicaba. Ellos habían aceptado la invitación debido a que temían a lo que había pasado hace 10 años en Roma (49 d.C.), en donde un hombre llamado Chrestos (Christos, según el historiador Suetonio) incitó a un disturbio en el que se enfrentaron judíos cristianos y no cristianos. Entonces como resultado fueron expulsados por el emperador Claudio. Vinieron a la casa de Pablo porque no querían que se repitiera la historia. Fueron cautelosos considerando a Pablo como un posible dirigente de una secta semejante, ya que se hablaba en contra de ella. Pablo al final del primer encuentro se citaron para otro día.
Llegado el tiempo, se reunió un grupo numeroso de judíos para escuchar la predicación del apóstol acerca de la vida y obra de Jesucristo anunciada desde Moisés y los profetas, quienes pregonaron el Reino de Dios y la esperanza de vida eterna, que se cumplió precisamente en el Salvador Jesucristo. Para los judíos, formados en sus múltiples tradiciones e interpretaciones, resultaba incomprensible la salvación del hombre a través de la muerte de Jesucristo en la cruz y la justificación solo por fe, para poder entrar en el Reino de Dios.
Es de notarse, que esa labor evangelizadora no fue de un solo día, sino de muchos encuentros, pues como lo dice el texto sagrado: “a los cuales les declaraba y les testificaba el reino de Dios desde la mañana hasta la tarde, persuadiéndoles acerca de Jesús, tanto por la ley de Moisés como por los profetas”. Significaba el cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento a la nación hebrea. Jesús era el Mesías de Israel, escatológicamente el Rey de Israel y Señor de todas las naciones (v.1:6).